Lope de Vega Carpio - La Gatomaquia (Introducción y Silva Primera.)

LA GATOMAQUIA


ESCRITA POR DºN LOPE DE VEGA CARPIO



INTRODUCCIÓN.


DE DOÑA TERESA VERICUNDIA AL LICENCIADO TOMÉ DE BURGUILLOS, SOBRE LA GATOMAQUIA.



Soneto.

Condulce voz y pluma diligente
Y no vestida de confusos caos,
Cantáis, Tomé, las bodas, los saraos 
De Zapaquilda y Micifuf valiente.

Si a Homero coronó la ilustre frente
Cantar las armas de las griegas naos,
Avos de los insignes marramaos
Guerras de amor por súbito accidente.

Bienmereceis un gato de doblones,
Aunque ni Lope celebreis o el Taso,
Ricardos o Gofredos de Bullones;

Pues que por vos, segundo Gatilaso ,
Quedarán para siempre de ratones
Libres las bibliotecas del Parnaso.



SILVA PRIMERA.



A DON FÉLIX LOPE DE CARPIO, SOLDADO DE LA ARMADA DE SU MAJESTAD. 

Yo, aquel que en los pasados
tiempos canté las selvas y los prados,
estos vestidos de árboles mayores,
y aquellas de ganados y de flores,
las armas y las leyes,
que conservan los reinos y los reyes.
Agora, en instrumento menos grave,
canto de amor suave
las iras y desdenes,
los males y los bienes,
no del todo olvidado
el fiero taratántara templado
con el silbo del pífano sonoro.
Vosotras, musas del castalio coro,
dadme favor en tanto
que, con el genio que me disteis, canto
la guerra, los amores y accidentes
de dos gatos valientes;
que, como otros están dados a perros
o por ajenos o por propios yerros,
también hay hombres que se dan a gatos
por olvidos de príncipes ingratos
o porque los persigue la fortuna
desde el columpio de la tierna cuna.
Tú, don Lope, si acaso
te deja divertir por el Parnaso
el holandés pirata,
gato de nuestra plata,
que infesta las marinas
por donde con la armada peregrinas,
suspende un rato aquel valiente acero
con que al asalto llegas el primero,
y escucha mi famosa Gatomaquia:
así, desde las Indias a Valaquia,
corre tu nombre y fama,
que ya por nuestra patria se derrama
desde que viste la morisca puerta
de Túnez y Biserta,
armado y niño en forma de Cupido,
con el marqués famoso
de mejor apellido,
como su padre, por la mar dichoso.
No siempre has de atender a Marte airado,
desde tu tierna edad ejercitado,
vestido de diamante,
coronado de plumas arrogante;
que alguna vez el ocio
es de las armas cordial socrocio,
y Venus, en la paz, como San Telmo,
con manos de marfil le quita el yelmo.
Estaba sobre un alto caballete
de un tejado, sentada
la bella Zapaquilda al fresco viento,
lamiéndose la cola y el copete,
tan fruncida y mirlada
como si fuera gata de convento.
Su mismo pensamiento
de espejo le servía,
puesto que un roto casco le traía
cierta urraca burlona,
que no dejaba toca ni valona
que no escondía por aquel tejado,
con fin del corredor de un licenciado.
Ya que lavada estuvo,
Y con las manos que lamidas tuvo,
de su ropa de martas aliñada,
cantó un soneto en voz medio formada
en la arteria bocal, con tanta gracia
como pudiera el músico de Tracia,
de suerte que cualquiera que la oyera,
que era solfa gatuna, conociera
con algunos cromáticos disones,
que se daban al diablo los ratones.
Asomábase ya la primavera
por un balcón de rosas y alelíes,
y Flora, con dorados borceguíes,
alegraba risueña la ribera;
tiestos de Talavera
prevenía el verano,
cuando Marramaquiz, gato romano,
aviso tuvo cierto de Maulero,
un gato de la Mancha, su escudero,
que al sol salía Zapaquilda hermosa,
cual suele amanecer purpúrea rosa
entre las hojas de la verde cama,
rubí tan vivo, que parece llama;
y que con una dulce cantilena,
en el arte mayor de Juan de Mena,
enamoraba el viento.
Marramaquiz, atento
a las nuevas del paje,
que la fama enamora desde lejos,
que fuera de las naguas de pellejos
del campanudo traje,
introducción de sastres y roperos,
doctos maestros de sacar dineros,
alababa su gracia y hermosura
con tanta melindrífera mesura;
pidió caballo, y luego fue traída
una mona vestida
al uso de su tierra,
cautiva en una guerra
que tuvieron las monas y los gatos.
Púsose borceguíes y zapatos
de dos dediles de segar abiertos,
que con pena calzó, por estar tuertos;
una cuchara de plata por espada,
la capa colorada
a la francesa, de una calza vieja,
tan igual, tan lucida y tan pareja,
que no será lisonja
decir que Adonis en limpieza y gala,
aunque perdone Venus, no le iguala;
por gorra de Milán, media toronja,
con un penacho rojo, verde y bayo,
de un muerto por sus uñas papagayo,
que, diciendo: «¿Quién pasa?», cierto día,
pensó que el Rey venía,
y era Marramaquiz, que andaba a caza,
y halló para romper la jaula traza.
Por cuera dos mitades, que de un guante
le ataron por detrás y por delante,
y un puño de una niña por valona.
Era el gatazo de gentil persona,
y no menos galán que enamorado,
bigote blanco y rostro despejado,
ojos alegres, niñas mesuradas
de color de esmeraldas diamantadas,
y, a caballo en la mona, parecía
el paladín Orlando, que venía
a visitar a Angélica la bella.
La recatada ninfa, la doncella,
en viendo el gato, se mirló de forma,
que en una grave dama se transforma,
lamiéndose, a manera de manteca,
la superficie de los labios seca,
y con temor de alguna carambola,
tapó las indecencias con la cola;
y, bajando los ojos hasta el suelo,
su mirlo propio le sirvió de velo;
que ha de ser la doncella virtuosa
más recatada mientras más hermosa.
Marramaquiz entonces, con ligeras
plantas batiendo el tetuán caballo,
que no era pie de hierro o pie de gallo,
le dio cuatro carreras,
con otras gentilezas y escarceos,
alta demostración de sus deseos;
y la gorra en la mano,
acercóse galán y cortesano
donde le dijo amores.
Ella, con los colores
que imprime la vergüenza,
le dio de sus guedejas una trenza;
y al tiempo que los dos marramizaban,
y con tiernos singultos relamidos
alternaban sentidos,
desde unas claraboyas, que adornaban
la azotea de un clérigo vecino,
un bodocazo vino,
disparado de súbita ballesta,
más que la vista de los ojos presta,
que, dándole a la mona en la almohada,
por de dentro morada,
por de fuera pelosa,
dejó caer la carga, y presurosa
corrió por los tejados,
sin poder los lacayos y criados
detener el furor con que corría.
No de otra suerte que en sereno día
balas de nieve escupe, y de los senos
de las nubes relámpagos y truenos
súbita tempestad en monte o prado,
obligando que el tímido ganado
atónito se esparza,
y, dejando en la zarza,
de sus pungentes laberintos vana,
la blanca o negra lana,
que alguna vez la lana ha de ser negra;
y hasta que el sol en arco verde alegra
los campos, que reduce a sus colores,
no vuelven a los prados ni a las flores;
así los gatos iban alterados
por corredores, puertas y terrados,
con trágicos maullidos,
y la mona, la mano en la almohada,
la parte occidental descalabrada,
y los húmedos polos circunstantes
bañados de medio ámbar, como guantes.
En tanto que pasaban estas cosas,
y el gato en sus amores discurría
con ansias amorosas
(porque no hay alma tan helada y fría,
que amor no agarre, prenda y engarrafe),
y el más alto tejado enternecía,
aunque fuesen las tejas de Getafe,
y ella con ñifi, ñafe
se defendía con semblante airado,
aquel de cielo y tierra monstruo alado,
que, vestido de lenguas y de ojos,
ya decrépito viejo con anteojos,
y al lince penetrante,
por los tres elementos se pasea,
sin que nadie le vea,
con la forma elegante
de Zapaquilda, discurrió ligero
uno y otro hemisfero,
aunque con las verdades lisonjera,
y en cuanto baña en la terrestre esfera,
sin excepción de promontorio alguno,
el cerúleo Neptuno,
plasmante universal de toda fuente,
desde Bootes a la austral corona
y de la zona frígida a la ardiente.
Esto dijo la fama, que pregona
el bien y el mal, y, en viendo su retrato,
se erizó todo gato,
y dispuso venir, con esperanza
del galardón que un firme amor alcanza.
Los que vinieron por la tierra en postas
trajeron, por llegar a la ligera,
sólo plumas y banda, calza y cuera;
los que habitaban de la mar las costas
(tanto pueden de amor dulces empresas)
vinieron en artesas,
mas no por eso menos
hasta la cola de riquezas llenos;
y otros, por bizarría,
para mostrar después la gallardía,
en cofres y baúles,
surcando las azules
montañas de Anfitrite,
y alguno que a disfraces se remite,
por no ser conocido,
en una caja de orinal metido.
Con esto en muchos siglos no fue vista,
como en esta conquista,
tanta de gatos multitud famosa
por Zapaquilda hermosa.
Apenas hubo teja o chimenea
sin gato enamorado,
de modo que tal vez, precipitado,
como Calisto fue por Melibea.
Ni ratón parecía,
ni el balbuciente hocico permitía
que del nido saliese,
ni queso ni papel se agujereaba,
por costumbre o por hambre que tuviese;
ni poeta por todo el universo
se lamentó que le royesen verso;
ni gorrión saltaba,
ni verde lagartija
salía de la cóncava rendija.
Por otra parte el daño compensaba
que de tanto gatazo resultaba,
pues no estaba segura
en sábado morcilla ni asadura,
ni panza ni cuajar, ni aun en lo sumo
de la alta chimenea
la longaniza al humo,
por imposible que alcanzarla sea,
exento a la porfía en la esperanza,
que tanto cuanto mira, tanto alcanza.
Entre esta generosa ilustre gente
vino un gato valiente,
de hocico agudo y de narices romo,
blanco de pecho y pies, negro de lomo,
que Micifuf tenía
por nombre, en gala, cola y gallardía,
célebre en toda parte
por un zapín narciso y gati-marte.
Este, luego que vio la bella gata,
más reluciente que fregada plata,
tan perdido quedó, que noche y día
Paseaba el tejado en que vivía,
con pajes y lacayos de librea;
que nunca sirve mal quien bien desea.
Y sucedióle bien, pues luego quiso
¡oh gata ingrata! a Micifuf Narciso,
dando a Marramaquiz celos y enojos.
No sé por cuál razón puso los ojos
en Micifuf, quitándole al primero
con súbita mudanza
el antiguo favor y la esperanza.
¡Oh, cuánto puede un gato forastero,
y más siendo galán y bien hablado,
de pelo rizo y garbo ensortijado!
Siempre las novedades son gustosas;
no hay que fiar de gatas melindrosas.
¿Quién pensara que fuera tan mudable
Zapaquilda cruel e inexorable,
y que al galán Marramaquiz dejara
por un gato que vio de buena cara,
después de haberle dado
un pie de puerco hurtado,
pedazos de tocino y de salchichas?
¡Oh, cuán poco en las dichas
está firme el amor y la fortuna!
¿En qué mujer habrá firmeza alguna?
¿Quién tendrá confianza,
si quien dijo mujer, dijo mudanza?
Marramaquiz, con ansias y desvelos,
vino a enfermar de celos,
porque ninguna cosa le alegraba.
Finalmente, Merlín, que le curaba,
gato de cuyas canas, nombre y ciencia
era notoria a todos la experiencia,
mandó que se sangrase,
y como no bastase,
vino a verle su dama,
aunque tenía en un desván la cama,
adonde la carroza no podía
subir, por alta y por la estrecha vía;
pero, en fin, apeada
entró, de su escudero acompañada,
mirándose los dos severamente,
después de sosegado el accidente.
Él con maúllo habló y ella con mirlo,
que fuera harto mejor pegarla un chirlo.
Pero, por alegrarle la sangría,
le trujo su criada Bufalía
una pata de ganso y dos ostiones.
Él se quejó con tímidas razones
en su lenguaje mizo,
a que ella con vergüenza satisfizo;
quejas que, traducidas de él y de ella,
así decían:

— Zapaquilda bella,
¿por qué me dejas tan injustamente?
¿Es Micifuf más sabio, es más valiente?
¿Tiene más ligereza, mejor cola?
¿No sabes que te quise elegir sola
entre cuantas se precian de mirladas,
de bien vestidas y de bien tocadas?
¿Esto merece que un invierno helado,
de tejado en tejado
me hallaba el alba al madrugar el día,
con espada, broquel y bizarría,
más cubierto de escarcha
que soldado español que en Flandes marcha
con arcabuz y frascos?
Si no te he dado telas y damascos,
es porque tú no quieres vestir galas
sobre las naturales martingalas,
por no ofender, ingrata, a tu belleza,
las naguas que te dio naturaleza.
Pero en lo que es regalos, ¿quién ha sido
más cuidadoso, como tú lo sabes,
en cuanto en las cocinas atrevido
pude garrafiñar de peces y aves?
¿Qué pastel no te truje, qué salchicha?
¡Oh, terrible desdicha!
Pues no soy yo tan feo;
que ayer me vi, mas no como me veo,
en un caldero de agua que de un pozo
sacó para regar mi casa un mozo,
y dije: "¿Esto desprecia Zapaquilda?
¡Oh, celos! ¡Oh, piedad! ¡Oh, amor! Reñilda.

No suele desmayarse al sol ardiente
la flor del mismo nombre, y la arrogante
cerviz bajar humilde, que la gente,
por la loca altitud, llamó gigante;
ni queda el tierno infante
más cansado después de haber llorado
de su madre en el pecho regalado,
que el amante quedó sin alma. ¡Oh, cielos!
¡Qué dulce cosa amor, qué amargos celos!
Ella, como le vio que ya exhalaba
blandamente el espíritu en suspiros,
y que piramizaba
entre dulces de amor fingidos tiros,
porque no se le rompa vena o fibra,
el mosqueador de las ausencias vibra,
pasándole dos veces por su cara.
Volvióle en sí, que aquel favor bastara
para librarle de la muerte dura,
y luego, con melífera blandura,
le dijo en lengua culta:

— Así tu amor dificulta
el que me debes; en tu agravio piensas...
Tan injustas ofensas;
que aunque es verdad que Micifuf me quiere,
y dice a todos que por mí se muere,
yo te guardo la fe como tu esposa.

Cesó con esto Zapaquilda hermosa,
sellando honesta las dos rosas bellas;
que siempre hablaron poco las doncellas,
que, como las viudas y casadas,
no están en el amor ejercitadas.
Bajaba ya la noche,
y las ruedas del coche,
tachonadas de estrellas,
brilladores diamantes y centellas,
detrás de las montañas resonaban.
Los pájaros callaban,
dejando el campo yermo,
cuando los pajes del galán enfermo,
en el alto desván, hachas metían,
que alumbrar la carroza prevenían.
Entonces los amantes
(que son los cumplimientos importantes),
ella por irse y él quedarse a solas,
se hicieron reverencia con las colas.




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