Carlo Goldoni - El Logrero, comedia en prosa y en un acto.
Transcripción original de la edición del Siglo XVIII, disponible en InternetArchive
COMEDIA EN PROSA, EN UN ACTO
EL LOGRERO
COMPUESTA EN ITALIANO
POR EL SEÑOR DR. CARLOS GOLDONI.
Y TRADUCIDA AL ESPAÑOL POR GODOMIN TOIBT
PERSONAJES:
- Don Ambrosio, viejo logrero. (Amb.)
- Doña Eugenia, viuda nuera de dicho. (Eug.)
- El Conde de la Isla. (Cond.)
- El Caballero de los Árboles. (Cab.)
- Don Fernando, joven Mantuano. (Fern.)
- Francisquino, un criado. (Franc.)
- Un escribano que no habla
Eug. Examinadlo bien y confesad que lo que me pedís no es tan poco.
Cond. Si no me equivoco, me parece que no es algo excesivo. Sería temerario pediros la entera posesión de vuestra gracia; solo os pregunto si aún estáis en condiciones de disponer de ella.
Eug. ¿Pero si eso es un secreto que guarda con mucho cuidado, su petición no será excesiva?
Cond. Poseéis el don de hacernos entender sin hablar. Ya comprendo que tu corazón está empeñado.
Eug. ¿Y si así fuera, entenderíais con la misma facilidad cuál es el objeto que le ocupa?
Cond. No señora, ese es el secreto.
Eug. Y por eso no debéis juzgar que sois el excluido.
Cond. Pero tampoco puedo halagarme con la idea de ser el favorecido.
Eug. Los ánimos discretos se consuelan si tienen alguna razón para esperar.
Cond. Es verdad, pero solo cuando una razón más fuerte no les hace dudar.
Eug.¿Y en qué fundáis ese miedo tan grande?
Cond. En mi propio demérito.
Eug. No, Conde, pensáis mal.
Cond. Añadid además el espíritu atrevido de mi rival.
Eug. Nueva razón que más me ofende.
Cond. Perdonadme, os lo ruego.
Eug. Os perdono.
Cond. Es el corazón encendido el que me lleva a los labios…
Eug. Conde, basta.
Cond. (A sí mismo) ¡Qué pena cruel es moderarse!
Eug. (A sí misma) No quiero precipitar mi resolución.
ESCENA VI
Francisquino, dichos, y luego el caballero.
Franc. (a sí mismo): Esta es una embajada que no le gustará mucho al Señor Conde. ( Entra. ) Señora, aquí está el Señor Caballero de los Árboles.
Eug. (Señala una silla) Que pase...
(El criado pone la silla y se retira)
Cond. (Se levanta) Señora, os quitaré el incómodo.
Eug. No, Conde, no mostréis vuestra aprensión.
Cond. Mi respeto...
Eug. Sentaos.
Cond. (Se sienta con agitación) En gran aprieto me encuentro.
Franc. (Mientras se marcha) Siempre lo he dicho: dos gallos en un gallinero no cantan bien. ( Venta. )
Eug. Siento mucho verlos juntos, pero sería peor si uno de los dos se fuese.
Cab. (Le besa la mano) A sus pies, señora.
(El Conde se levanta.)
Cond. Muy buenos días.
Cab. Salud. Con permiso del Conde.
Cond. (En voz baja, con ironía.) Señora, yo no me atreví a besaros la mano.
Eug. ¿Y quién os lo ha impedido?
Conde Paciencia; merezco menos.
Eug (Se dirige al Caballero.) Perdonad.
Cab. Si os interesa el secreto, hablad con libertad.
Eug. Nada, nada. Era una pequeña cosa que se le olvidó decirme.
Cab. A propósito, yo también tengo algo que deciros. Con permiso... (En voz baja, al Conde.) Le hemos de hacer desesperar.
Cond. (Aparte.) Si aguanto, no hago poco.
Eug. Vamos, habló en voz alta para que todos lo entiendan.
Caballero. Decía que sois la dama más sabia de nuestro siglo. Pero tengo por seguro que no es limitada la gracia de las bellas damas, y que, sin perjuicio de su honestidad, pueden dispensar sus favores a muchos: a unos más, a otros menos, con una distribución económica que produce diversos efectos, según la disposición del ánimo que recibe su parte. De ahí proviene que, para unos, no basta la mitad, ya otros les sobra con mucho menos.
Cond. Eso no es pensamiento de hombre.
Cab: No hablaba con vos. (Con ironía.)
Eug. ¿Y vos cómo lo pasáis?
Cab. Muy bien, cuando poseo el honor de vuestra gracia.
Eug. Mi gracia es muy poca.
Cab. Antes bien, demasiado, incluso si estuviera dividido entre dos.
Eug. ¿Sois de los que se contentan con la mitad?
Cab. Cuando no se puede conseguir más, es preciso.
Cond. Doña Eugenia no sabe dividir su corazón.
Cab. (Con severidad, imitándolo.) Ni vos ni yo lo sabemos.
Eug. ¿Me ponéis acaso en el número de las lisonjeras?
Cab. Me guarde el cielo. Sé que sois la dama más sabia de nuestro siglo. Pero tengo por seguro que no es limitada la gracia de las bellas damas y que, sin perjuicio de su honestidad, pueden dispensar sus favores...
Cond. ¡Eso no es pensamiento de hombre!
Cab. (Serio.) No hablaba con vos.
Eug. Sería en vano que una mujer os concediera la posesión total de su corazón.
Cab. (Alegre.) No cometería la necesidad de rechazarlo y haría de él el aprecio que tal don merece. Pero la dificultad de lograr el todo hace que me consuele con una parte.
Eug. Esa dificultad no me parece razonable.
Cab. El fondo en la experiencia. Muchas veces me he lisonjeado creyendo poseer el trono de la hermosura, pero las monarquías en el amor no existen mucho, y yo me contento con ser republicano.
Cond. El corazón de Doña Eugenia no debe medirse con los demás.
Cab. (Serio.) La conozco igual que vos.
Cond. Si la conocierais mejor no hablaríais de ese modo.
Cab. Si la conozco, lo admito. No quisiera, doña Eugenia, que interpretaras también mi modo de pensar de manera incorrecta, como parece disfrutar haciendo el Señor Conde, y que me privaras de esa porción de gracia que me lisonjeo de poseer. Pero permitidme que me explique. Dividamos primero, de la gracia con la cual las mujeres suelen ser generosas con muchos, ese cariño que a uno solo le corresponde. El marido no debe compartirlo con los demás; el novio de una joven debe pretender ser el único; y lo mismo aplica al pretendiente de una viuda. Sin embargo, esa gracia de la que hablo está alojada en una parte del corazón distinta a estos afectos. Ahora me viene a la mente un ejemplo: un padre ama tiernamente a su hijo y, al mismo tiempo, tiene amor por sus amigos. Ambos amores tienen su lugar en el corazón, pero en espacios diferentes. O, si queremos considerar que todo reside en un solo espacio, la diferencia está en la forma de amar. Así pues, una mujer honesta y fiel a su esposo, o leal a su pretendiente, también puede sentir pequeños afectos de gratitud, estimación o cortesía hacia los demás. Estos son sanos y no comprometen los afectos principales. Estos afectos menores, que llamamos gracias, pueden ser distribuidos sin peligro. Incluso pueden alegrar a un hombre discreto. Pero si alguien pretende ser el único receptor de todas esas gracias, muestra una arrogancia que confunde su valor con los afectos más profundos. Ese es mi modo de pensar. ¿Qué decidió, Conde? ¿Tenéis valor para responderme?
Cab. Placeres que se llaman gracias o favores, y que pueden distribuirse en muchas partes, dando pequeñas porciones a un hombre discreto. Mitad concedidos pueden satisfacer a un caballero soberbio; pero si todos son pretendidos por uno solo, lo califican de atrevido, revelando que no comprende su valor o que desea confundirlos con aquellos afectos destinados a un objeto más digno. Señora, este es mi modo de pensar.
Cond. ¿Tenéis valor para responderme?
Eug. Conde, ahora es tiempo de distinguiros.
Cond. Señora, soy enemigo de las habladurías. Admiro el espíritu del Caballero, pero su distinción metafísica no me persuade. Entre las cosas inútiles y falsas, solo hallo una verdad, ya esa única respondo: Doña Eugenia es una dama viuda, y antes de disponer de aquella gracia que supone a las mujeres liberales con muchos, ella, en caso de concebir aquel amor que solo a uno se destino…
Cab. Ella lo puede hacer libremente, y el afortunado que posea su mano será dueño de la más virtuosa mujer del mundo. Señora, me parece que el Cond. conoce los secretos de tu corazón. Yo no haré más que alabar vuestras resoluciones, pero no pienso que merezca ser excluido de igual confianza.
Eug. El Conde no sabe mas de seguro que lo que vos mínimo sabéis.
Cab. Pues en vano hacéis el diálogo para rebatir mis pensamientos.
Cond. ¿Pensáis acaso que una dama viuda, joven y rica, que no puede estar contenta con el tratamiento que recibe en esta casa, no quiera casarse otra vez?
Cab. Ella es dueña de su firma. Señora, yo no me atrevo a adivinar su interior, pero confieso que me gustaría mucho saberlo.
Eug. A dos caballeros que estimo, no quiero ocultar la verdad: mi situación me induce a casarme otra vez.
Cond. Mirad ahora; la analogía está mal fundada.
Cab. Ya que tenéis tanta habilidad, ¿llegáis a penetrar quién será el afortunado?
Cond. A eso no me atrevo; pero me he perfilado que no concederá su corazón a quien se contenta con la mitad.
Cab. ¡Alto, alto, señor! (Se levanta) Eso es tocar otro punto, y yo me declaro de otro modo: sé que no merezco tanta fortuna, pero cuando esta señorita se digne derramar conmigo sus gracias, habrá declarado su esposo; más que la juventud, la riqueza y la nobleza que habéis alabado, estimaría la virtud. Sería celoso de su fe sin serio de sus ojos, y apartando las conveniencias de una mujer sabia de las de una dama de espíritu, sería un esposo feliz, sin ser un caballero indiscreto.
Eug. (A sí misma.) Con un marido de este carácter podría estar muy gustosa.
Cond. Caballero, hay gran diferencia entre una imaginación lejana y un lance próximo. Entiendo que buscáis el camino más fácil para acreditaros en el corazón de quien os escucha, pero la felicidad que os proponéis no puede hacer brecha en el ánimo de Doña Eugenia. Ella, mucho más que la moderna galantería, estima un amor virtuoso. Si vuestras expresiones no son verdaderas, vos no la queréis; y si lo que queréis, ella no puede fiarse de la libertad que le prometéis.
Eug. (A sí misma.) Su duda no es sin razón.
Cab. Yo no he venido aquí para solicitar el corazón de Doña Eugenia. Si ella está prevenida en tu favor, no tiene más que decírmelo, pues yo sé mi deber.
Eug. No, caballero, vuelvo a repetirlo: estoy en libertad de disponer de mi misma.
Cab. Disponed, pues.
Cond. Tiempo tiene para hacerlo.
Cab. El tiempo pasa: los días de la juventud se lloran inútilmente perdidos.
Cond. La virtud siempre se estima.
Cab. Pero en la juventud brilla más.
Cond. Una esposa no necesita mucho brío.
Cab. Lo necesita una dama.
Cond. Una dama ha de ser sabia.
Cab. Pero no intratable.
Cond. Ha de depender de la voluntad del marido.
Cab. El Cielo la guarde de la indiscreción que alabáis.
Cond. No la sacrifique amor a quien no conoce el precio de la virtud.
Cab. Si os atrevéis tanto conmigo...
Eug. Caballero, si habéis venido a favorecerme, no os alteréis por mi causa. Estimo a cada uno de los dos: hallo en entrambos razón y mérito; pero no he dispuesto de mí: no me atrevo a decir que a uno de vosotros estoy inclinada. Yo soy dueña de mí, es verdad; pero exige la conveniencia que, para salir de ella, casa me aconseje antes con el padre de mi difunto esposo. Si sus extravagancias no me proponen un partido indigno de mí, antepondré a cualquiera otra pasión el deber que me sujeta a un sueño. Y si el uno u el otro de vosotros se me proporciona, estaré igualmente contenta y satisfecha.
Cond. ¡Ah! ¡Doña Eugenia! Esto no basta para consolarme.
Cab. Y yo estoy consoladísimo: ahora mismo me voy a buscar a don Ambrosio, y os lo digo delante del Conde para que lo sepa; y él, seguro, que yo correré mi lanza como el que más, sin que me espante el mérito de tal rival. Señora, a los pies de usted: amigo, y hasta la villa.
(Le besa la mano y váse.)
ESCENA VII
Conde y Eugenia.
Cond. Si se casa conmigo, te guardarás muy bien de tener semejantes satisfacciones.
Eug. ¿Conde, seréis vos menos feliz que el Caballero?
Cond. No importa que él vaya en busca de Don Ambrosio. Yo le esperaré aquí mismo si me lo permitís.
Eug. Sois dueño de quedaros si gustáis; pero habréis de permitirme que, para dar ciertas disposiciones, vaya a mi cuarto.
Cond. Conozco que os quedaréis conmigo de mala gana.
Eug. Os engañáis: volveré luego. ¡Adiós, Conde mío!
Cond. A los pies de vos, Madame.
Eug. (Se detiene.) No se atreve a besarme la mano.
Cond. ¿Tenéis algo que decirme?
Eug. ¿Tenéis vos algo que mandar de mucha importancia?
Cond. Rogaros, pues, que ejercitéis vuestra compañía con mi amor.
Eug. (Le da la mano.) ¡Pobre Conde!
Cond. No, Madame: no es esto lo que deseo. La mano que me ofrecéis aún está profanada de los labios de mi competidor. Yo en esto fui muy delicado.
Eug. Esa delicadeza no me desagrada: muchos la llamarían defecto; pero los defectos que proceden de amor son tolerables en un corazón sincero. Adiós, Conde. (Sale.)
Cond. Ellos, pequeños favores que están concedidos al uso de los respetuosos cortejos, de nada sirven al que aspira al superior grado de marido. Aprenda con tiempo mi modo de pensar, y si se conforma a mi sistema... Pero aquí viene Don Ambrosio. El Caballero no le habrá encontrado, y si la fortuna me concede que sea yo el primero en conciliar su atención, puedo esperar éxito más favorable.
Amb. ¡Oh! ¿Señor Conde, y me esperáis a mí acaso?
Cond. Sí, Señor.
Amb. ¿Qué tenéis que mandarme?
Cond. El interés que me solicita es de mucha importancia.
Amb. Si por caso (no lo digo para ofenderos) me buscáis para que os preñe algún dinero, os prevengo que no tengo un ochavo.
Cond. A Dios gracias, no estoy en grado de incomodar a los amigos para cosa tan baja.
Amb. Os lo repito: perdonad; el día de hoy los daños que ocurren han de reducir a los más ricos al estado de necesitar; por eso, en el tiempo presente no es bajeza el pedir prestado. Yo no tengo nada, pero si tuviera necesidad de servir a algún hombre de bien, tengo un amigo del cual, con una honesta regalía, me podría comprometer algunos cien duros.
Cond. Ya, pero yo no los necesito.
Amb. Me alegro mucho; pero si para vos, o algún otro, hiciese falta, ya sabéis dónde habéis de recurrir: yo no lo tengo, pero en una precisión se hallará.
Cond. Señor, ¿vos tenéis una nuera?
Amb. ¡Ah! Sí, una rubiera.
Cond. ¿Por razón?
Amb. ¿Os parece poco gasto para un pobre hombre el tener en casa una mujer?
Cond. Cuanto más os pesa el tenerla en casa, tanto más fácilmente pensáis en casarla de nuevo.
Amb. ¡Ojalá hallase alguna ocasión!
Cond. La ocasión no se os puede presentar más pronto. Yo deseo merecerla, y sólo os ruego me franqueéis vuestro consentimiento.
Amb. Si ella está contenta, yo mucho más.
Cond. Espero, en cuanto a ella, que no me engañen mis esperanzas.
Amb. Siendo así, está hecho todo. Habladle a Doña Eugenia, y si esta tarde me queréis dar la mano, no se me ofrece cosa en contra.
Cond. Bien: si ella se contenta, otorgaremos la contrata.
Amb. ¿Para qué necesitamos la contrata? ¿Por qué habéis de gastar el dinero malamente? Lo que habéis de dar al escribano, ¿no es mejor que nos lo comamos entre nosotros?
Cond. Pero la escritura siempre se ha de hacer, cuando no por otra razón, al menos por el dote.
Amb. ¿Por el dote? ¿Con que vos, además de la mujer, queréis que os den dinero encima?
Cond. ¿Doña Eugenia, cuando se casó con vuestro hijo, no tenía dote?
Amb. Lo poco que tenía se ha gastado con ella, de modo que ni suyo ni mío no tengo un cuarto.
Cond. ¿Diez mil pesos se han consumido en dos años?
Amb. Y mucho más: mirad, mirad las cuentas de esos gastos hechos.
Cond. No quiero examinar tales gastos, pero yo sé muy bien que a una viuda sin hijos se le debe retribuir su dote.
Amb. Vos habéis venido para afeitarme.
Cond. He venido por el amor que tengo a Doña Eugenia.
Amb. Si la tuvierais amor, no repararíais en el dote.
Cond. Yo no lo pido por mí, sino por ella, ni debo por la esperanza de ser su marido abandonar sus propios intereses.
Amb. Sin que os declaréis procurador y abogado de Doña Eugenia, sé yo muy bien lo que debo hacer por mí mismo, y lo que me pertenece. El dote le tiene, y no le tiene: si le quiero dar, y no quiero: y cuando yo me vea precisado a dárselo, será de forma que quede asegurado, y que algún día la pobre mujer no haya de quedar miserable.
Cond. ¿Pues que mi casa no tiene fondos y caudales suficientes para asegurarlo?
Amb. Os hablo claro como lo siento: si intentáis casaros por cariño a la persona, no pediríais con tanta solicitud el dote.
Cond. Yo he hablado de él por accidente.
Amb. Y yo os respondo de intento: que Doña Eugenia ha sido muy indulgente conmigo; yo estoy en lugar de su padre, y cuando tenga voluntad de volver a casarse, lo he de pensar y resolver yo todo.
Cond. ¿Y si ella quisiese ahora mismo?
Amb. Que me lo participe.
Cond. Suponed que yo os lo digo por ella.
Amb. Suponed que sois Doña Eugenia, oíd la respuesta: El Conde de la Isla no es partido para vos.
Cond. ¿Por qué razón?
Amb. Porque es un logrero.
Cond. Dejemos las chanzas, que yo las aborrezco. Don Ambrosio, explicáos seriamente.
Amb. Sí, hablemos con entereza: Conde, mi nuera no es para vos.
Cond. ¿Por qué?
Amb. Tengo un empeño, perdonadme: no sois vos el primero que me la pide.
Cond. ¿Se ha adelantado acaso el caballero?
Amb. Puede ser; ni tampoco le he visto.
Cond. ¿Cuándo os ha hablado?
Amb. Cuando le escuché.
Cond. Este no es modo de responder a un hombre de mi categoría.
Amb. Os beso las manos.
Cond. Procedéis villanamente.
Amb. Para servir a usted, Caballero mío.
Cond. Conozco las malvadas ideas de vuestro ánimo. No queréis concederla, nuera, si no que os paguen el dote; pero esto no lo lograréis. Doña Eugenia será más advertida, y a fuerza habréis de restituir lo que intentáis usurpar con bárbara tiranía.
Amb. ¿Restituir? Me río de eso. Tengo un procurador que no hay otro como él para alargar un pleito. Él se obliga a mantenerlo vivo diez años, si quiero. En diez años se morirá ella o yo; pero no quiero que se diga por el país que yo estorbo su casamiento para retenerle el dote. De hoy en adelante me arreglaré mejor, y buscaré la forma de salir de los empeños con política y destreza.
ESCENA IX
El Caballero y el dicho.
Cab. Beso las manos, querido Don Ambrosio.
Amb. Buenos días, Señor Caballero.
Cab. Cada día estáis más joven, ¡me alegro muchísimo de veros!
Amb. Yo también me regocijo con vuestra visita. ¡Oh, juventud dichosa!
Cab. ¿Y por qué no vais a favorecerme alguna vez a tomar el chocolate conmigo?
Amb. Ya iré, ya iré.
Cab. ¿Y también a comer?
Amb. Y a comer también.
Cab. (A sí mismo) Lo conozco, es un hombre que sabe cómo adular.
Amb. (A sí mismo) Sé lo que quiere, pero no me va a engañar.
Cab. ¡Oh! ¡Cómo he sentido la muerte de vuestro hijo!
Amb. No hablemos de desgracias.
Cab. Sí, hablemos de cosas alegres. ¿Cuándo os volvéis a casar?
Amb. No estoy tan lejos de ello como algunos piensan.
Cab. Vaya, espero verlo pronto. Yo tengo una ocasión para vos, ¡la más ventajosa del mundo! Amigo, hay mucho dinero.
Amb. ¡Oh! Si yo me casara, la querría sin dote.
Cab. ¡Bravo! Yo soy del mismo ánimo: si he de casarme, no quiero dote alguna. Las mujeres que llevan dinero pretenden mandar, y yo no... No, no... Satisficiera el genio propio y nada más.
Amb. (A sí mismo) Si lo dijese de veras... Pero no me fío.
Cab. Lo que debáis hacer, hacedlo luego. Liberaos de la sujeción de vuestra nuera, y llevad a casa una buena moza que os consuele en la pérdida del hijo y os sirva de alivio en la vejez.
Amb. Dejad que me libere de la nuera, que eso lo haré.
Cab. ¿Y por qué no procuráis que se case?
Amb. Si se proporcionara ocasión...
Cab. Por ejemplo, ¿quién creeríais que fuese a proponérselo?
Amb. Yo conozco muy bien a esta pobre mujer: tiene un corazón el mejor del mundo. Ella necesita a alguien que se enamore de veras, que la quiera hasta no poder más. Hoy en día no es tan fácil hallar un partido, si no es el de algún interesado o cretino, y todos empezarían por el dote. Es una lástima ver a una joven con mérito, y que solo la pidan por el dote.
Cab. Eso es lo que decía yo mismo hace un momento: si me caso, no quiero dote.
Amb. Vos sois un caballero, verdaderamente caballero, que sabe lo que es la verdadera caballería. Decidme, ¿vos conocéis todo el mérito de mi nuera?
Cab. ¿Si lo conozco? Mi corazón lo sabe: si lo conozco.
Amb. Apuesto a que habéis venido a pedírmela.
Cab. ¡Qué vivo sois, Don Ambrosio! ¡Qué fino! ¡Gran hombre! ¡Zorra vieja! Pero, ¿cómo demonios lo habéis penetrado?
Amb. Me pareció que las finezas que me hacíais tenían algo relacionado con eso.
Cab. ¡Oh! En cuanto a eso, estáis engañado: siempre he querido, os quiero y quiero veros casado con una buena moza, joven y sin dote.
Amb. De eso hablaremos con el tiempo. Si he de casarme, lo haré sin dote, y vuestro ejemplo me servirá de regla.
Cab. Vos ya lo sabéis: yo no fui interesado.
Amb. (Parece que lo dice de veras.) ¿Queréis que yo hable con Doña Eugenia?
Cab. Cuando queráis. A mí, por ahora, me basta que vos estéis dispuesto.
Amb. ¿Yo? ¿Dispuesto? Sería un loco, un enemigo de Doña Eugenia si me opusiera a su seriedad. Un caballero que la quiere tanto y que, como prueba de su amor, no pretende ni un ochavo de dote... ¡Voto al demonio! Con esa condición, os cedería una hija mía, si la tuviese.
Cab. ¡Viva el Señor Don Ambrosio!
Amb. Que viva el Señor Caballero.
Cab. Sois el espejo de la gente honrada.
Amb. Sois la verdadera imagen de los caballeros.
Cab. Querido Don Ambrosio mío. Le abrazaría si pudiera.
Cab. ¿Y Doña Eugenia cuánto os ha traído?
Amb. ¿A mí?
Cab. A vuestra casa.
Amb. ¿Y qué os importa saberlo? No la queréis sin dote.
Cab. Yo sí: eso ya está dicho. Lo pregunto solo por curiosidad.
Amb. ¡Oh! En un caballero de vuestras prendas, la curiosidad me parece muy mal. Si Doña Eugenia sabe que me hacéis semejante pregunta, pensará que vuestro amor es interesado, y yo, solo con que llegue a imaginarlo, os diré que no, tan recio como lo he dicho al Conde de la Isla.
Cab. ¿El Conde os ha hablado?
Amb. Me ha hablado ese logrero: apenas me dijo dos palabras de la viuda, cuanto al asunto...
Amb. ¡Qué bendito sois! ¡Le besáis las manos!
Cab. ¿Cuánto dote dio Doña Eugenia a vuestro hijo?
Amb. No me habléis de melancolías. Algo confío. El pobrecito ha muerto, y no quiero que se hable de él.
Cab. Pues bien, no hablemos de él: hablemos de Doña Eugenia.
Amb. Tante fallo con el dote.
Cab. Yo al menos salí con él al final.
Amb. ¿Al final? Pues tarde o temprano querréis pensar en ello.
Cab. Estas son habladurías: a mí solo me induce el amor. Os pido la esposa por la autoridad que sobre ella os concede el parentesco, y no habéis de negarme vuestra mano.
Amb. Ya os he dicho que me parece muy bien, y vuelvo a repetíroslo otra vez, y no habiendo otra dificultad, podéis contar con mi pleno consentimiento.
Amb. Sí: de ella hablemos luego. Vos me consoláis hasta el extremo, querido don Ambrosio, permitidme que os de un abrazo.
Amb. Si queréis, iré con vos.
Cab. No, no quiero incomodaros: nos veremos.
Amb. ¡Eh! Lo haré para serviros.
Cab. (Se abrazan.) A Dios, mi querido Don Ambrosio.
Amb. Sí, con todo el corazón.
Cab. (A sí mismo) El viejo sabe mucho, pero no trata con tontos.
Amb. (Pensando) Me parece que va el asunto un poco frío, pero no dejaré que se burlen de mí.
Cab. (Pensando) Avisaré a Doña Eugenia.
Amb. (Pensando) ¿Qué hace que no va? Señor, ¿tenéis algo que decirme?
Cab. Sí, una cosa sola, y os dejo al instante. Oíd, en confianza, que nadie nos oiga. Sois una zorra de las más finas del mundo. Os beso las manos.
Amb. (Al oído) Soy servidor de vos.
Cab. ¡Estoy para serviros!
(Amb. y Cab. se dan un apretón de manos.)
ESCENA X
Don Ambrosio, y luego don Fernando.
Amb. (Pensando) Anda con mil demonios. ¿A mí zorra? Por lo que veo, no hay entre nosotros alguna diferencia. Mala rabia te pegue, que largo has tomado el camino para cogerme. Al principio parecía el hombre más generoso del mundo, y al fin se ha descubierto por el mayor logrero que he conocido en mi vida. Yo no lo fui. El logrero no es aquel que procura conservar lo que posee, sino el que quiere tener lo que no tiene.
Fern. ¿Señor don Ambrosio?
Amb. ¿Ha venido el correo?
Fern. Sí, señor: he tenido carta de mi padre.
Amb. ¿Y la familia?
Fern. También.
Amb. De esa forma, ya puedo decir ahora que os deseo buen viaje.
Fern. Y yo daros las gracias.
Amb. Escuchemos cumplimientos: dadme un abrazo, idos, y que el Cielo os bendiga.
Fern. (Suspirando) Finalmente, me convendría irme.
Amb. ¿Por qué suspiráis?
Fern. ¡Estoy afligidísimo! ¡Me se parte el corazón! No puedo detener las lágrimas.
Amb. ¡Eh! Muchacho, ¿estáis acaso enamorado?
Fern. Compadecedme por caridad.
Amb. ¡Tanto peor! Idos, idos de aquí al instante.
Fern. Vos me veréis morir a la puerta de vuestra casa.
Amb. ¡Oh! ¡Voto al demonio! ¿Estáis acaso enamorado de mi nuera?
(Se vuelve a la otra parte. Fernando suspira.)
Amb. ¡Fuera, fuera de aquí al instante!
Fern. Finalmente, no creo haceros alguna injuria; yo también soy caballero, ¿fui el único de mi...?
Amb. ¿Qué? ¿Suspiráis acaso por casaros con ella?
Fern. Sería feliz, pero no lo merezco.
Amb. Decidme... Hablemos formal: ¿estáis enamorado de su hermosura o de su dote?
Fern. ¿Qué dote? ¿Qué me habíais dicho de dote? Por lograr tanta dicha, renunciaría a cuantos bienes hay en el mundo.
Amb. ¿Ella sabe que la queréis?
Fern. No he tenido valor para decírselo.
Amb. Querido Don Fernando, os quiero como a mi hijo propio. Siento muchísimo veros marchar tan triste; venid aquí: hablemos un poco.
Fern. Vos me confundís en extremo.
Amb. Pocas palabras: ¿la queréis por esposa?
Fern. Pluguiera al Cielo; sería el hombre más dichoso del mundo.
Amb. ¿Pero qué dirá vuestro padre?
Fern. Él me quiere tiernamente, y estoy seguro que no rechazará concederme tan justa satisfacción.
Amb. ¿Cuántos años tenéis?
Fern. Veinte.
Amb. Ya no sois pupilo. La ley os pone en libertad para contraer.
(Amb. continúa pensando en algo.)
Amb. ¿Tendréis dificultad de hacerme una renuncia de su dote?
Fern. Estoy pronto.
Amb. ¿Y obligaros hacia ella, por si en algún tiempo le pretendíais?
Fern. Sí, Señor: con cualquier título: de donación propter nupcias, de pobre dote, o contra dote, como mejor os agrade.
Amb. Al instante voy a buscar a mi procurador, que es también notario: vos, entretanto, presentaos a Doña Eugenia: decidle algo.
Fern. No tendré valor.
Amb. ¿Un mozo de veinte años no sabe decir dos palabritas a una mujer? Seríais muy extraño en ella si no. Ánimo, ánimo; si queréis que se concluya, empezad a disponeros, que yo vendré después a ayudaros.
Fern. Sé que hay alguno que la pretende.
Amb. No, no temáis a nadie: vuestros dos rivales son dos Logreros muy mezquinos; vos sois el más generoso, y de mayor mérito: ha de ser vuestra, aunque se caiga el mundo. Vaya, no perdáis el tiempo.
Fern. Voy al instante: siento el acostumbrado temor, pero vos me informáis de un nuevo espíritu.
ESCENA XI
Don Ambrosio, y después doña Eugenia.
Amb. Finalmente, he encontrado un hombre de bien. ¡Oh! no me huye, no. Lo hecho no tiene remedio, y su padre por fuerza habrá de consentirlo; pero aquí viene Eugenia: él va a buscarla por ahí, y ella viene por otra parte.
Eug. Beso a Vd. las manos, Señor.
Amb. Buenos días, Señora esposa.
Eug. ¿Yo esposa?
Amb. Sí, consolaos: espero que estaréis contenta.
Eug. ¿Y quién pensáis vos que haya de ser el esposo?
Amb. Una persona que conocéis, que tratáis y que me gustaría que os agradase también.
Eug. (A sí mismo) O el Conde, o el Caballero me figuro. (A Ambrosio) Pero decídmelo más claro...
Amb. Al instante le enviaré aquí para que os hable él mismo. Quiero dejaros un poco en la curiosidad: quiero que adivinéis un poquito. Es hombre de bien: yo os lo aseguro; podéis admirarle con los ojos cerrados.
Eug. Al menos, decidme...
Amb. No, Señora; ahora, ahora lo veréis. (Vase.)
ESCENA XII
Eugenia, y después el Conde.
Cab. A los pies de Vuestra Merced, Señora. Muy buenos días, amigo.
Eug. ¿Traéis alguna novedad?
Cab. Sí, por cierto: novedad de muchísima importancia. Me impacienta el tiempo que tardáis en saberla.
Eug. Siento que en presencia del Conde...
Cond. Me iré, señora, sí...
Cab. ¡No, no! Me complazco aún más de que todo el mundo lo separa.
Eug. ¿Vos sois, pues, de Don Ambrosio?
Cab. Sí: grandemente burlado. Me ha dado esperanzas muy buenas de favorecerme, pero a precio de que le hiciese una injustísima renuncia a tu dote. Yo prefiero tu mano a todo el oro del mundo, pero no puedo arbitrar sobre lo que es tuyo. Mirad pues, adónde miran sus villanas e indignas atenciones, y resolvió disponer de vos misma.
Eug. (A sí mismo) ¿Quién será esa persona que yo conozco y trato?
Cond. Pues ahora, vuestra dependencia del sueño es injusta, y su indiscreción os libra de cualquier honesto resguardo.
Cab. A la vista del mundo, esto está completamente justificado.
Eug. (A sí mismo) La curiosidad se incrementa.
Cond. El Caballero espera vuestras resoluciones.
Cab. Y el Conde, nada menos. Los dos somos vuestros pretendientes. Decidid, pero acordeos de que en este caso no tiene lugar la proporción de la mitad.
ESCENA XIV
Francisquino y los dichos.
Franc. El Señor Don Fernando desea ver a Vuestra Merced.
Eug. Si no es cosa de demasiada precisión, dile que nos veremos en la mesa.
Franc. Ha tenido cartas de su casa, y creo que se va.
Eug. ¿Tan pronto? Que entre.
(Vase Francisquino.)
Cond. Caballero, la decisión que esperamos no solo excluye la división por mitad, sino también aquellas gracias pequeñas y favores que os parecen indiferentes.
Cab. Cada uno piensa a su modo. Por lo que a mí toca, no haré jamás injusticia a la virtud de la esposa, dudando de ella. Si fuese cortejada, tanto más satisfecho estará yo de tener una esposa de muchas prendas y de mérito, y me reiré de los que tontamente presuman quitarme una, aunque pequeña, parte del cariño que para mí solo está guardado en su corazón.
Eug. (A sí misma) ¡Qué noble pensar!
ESCENA XV
Fernando y los dichos.
Fern. Señores, ¿me permiten...?
Eug. Acercaos, Don Fernando.
Fern. (A sí mismo) ¡Oh! Estos hombres me atormentan.
Eug. Me han dicho que os vais: ¿es verdad?
Fern. Señora...
Eug. Acercaos. ¿Qué timidez es la vuestra?
Fern. Volveré, señora... Tengo que deciros...
Eug. Podéis hablar libremente. A estos caballeros ya los conocéis, y no tenéis por qué recordar de ellos.
Fern. Señora, lo que tengo que deciros... (Es imposible que yo me atreva.)
Cab. (Se aparta un poco.) Hablad cuanto queráis: yo no escucharé lo que decís.
Cond. (Se aparta.) Ni yo tampoco.
Eug. Vaya, decídete.
Fern. Perdonadme si una violenta necesidad... (A sí mismo.) No sé por dónde empezar a explicarme: Don Ambrosio me ha confundido.
Eug. (A sí mismo.) ¿Si será Don Fernando? (En general.) Decidme, ¿habéis hablado con mi sueño?
Fern. Señora... Él es el que me envía.
Eug. (Sería muy bella novedad.) ¿Y qué os ha dicho que me digáis?
Fern. (A sí mismo) Quiere que os manifieste... Que si encontrara aquí he callado... ¡Me falta la voz!
Eug. (A sí mismo) Vaya, no hay duda: mi sueño se vuelve cada vez más loco. Un muchacho dependiente de su padre y en lo mejor de sus estudios sería un arruinarle totalmente.
Fern. (A sí mismo) Parece que me ha entendido, y leo en sus ojos que no menosprecia mi amor.
Cab. ¿Esos secretos no se acaban todavía?
Fern. No, señor. Llegad, caballeros, llegad: Don Fernando no tiene más que hacerme un cumplimiento. Su padre le llama desde Mantua, y él, que es un muchacho sabio y prudente, conoce sus deberes y quiere partir al instante. Ha venido a despedirse. Sé que en Pavía le detiene un amor, y se inclina a casarse con la persona que quiere, pero reflexiona por sí mismo que a su edad es más justo mirar a perfeccionarse en sus estudios que a perderse quizás en el matrimonio. Conoce muy bien que su padre lo sentiría mucho, y un hijo suyo no debe dar ese disgusto a un padre que tanto le ama: ha resuelto partirse. Hablad vosotros a favor de tan honesta resolución.
Fern. (A sí mismo) Sin que pueda una palabra conmigo, me ha dado la respuesta.
Cab. ¡Bravo! Don Fernando, me alegra mucho de veros en edad tan tierna, tan prudente y cuerdo.
Fern. ¡Muchas gracias!
Cond. Huid, huid, don Fernando: huid al instante. Vos no sabéis a lo que arrastrar el amor.
Fern. Es uno mucho el buen consejo.
Eug. Pues aprovechadle y alegraos: cuanto más que yo puedo aseguraros de que la que queréis os estima, pero no os ama.
Fern. Ese es el buen consuelo que me dais: paciencia, y perdonadme.
Cab. ¿Estará enamorado de vos?
Cond. No fuera extraño.
Eug. No, no es posible: él era demasiado amigo de mi marido.
Cab. Por eso mismo se puede creer efecto de buena amistad el consolar a la viuda de un amigo.
Fern. De vos me admiro, con toda razón.
Cab. No os enfadéis.
Fern. Queden ustedes con Dios. (Hace ademán de irse)
ESCENA XVI (ÚLTIMA)
Don Ambrosio, un escribano y los dichos.
Amb. ¿Adónde vais, don Fernando?
Fern. A Mantua.
Amb. ¿Sin dar consuelo?
Eug. ¿Alabaríais vos que él callara?
Amb. ¿Y por qué no? Es el único que os conviene como esposo, si habéis de tomar consejo.
Fern. No me quiere, señor.
Amb. ¿No os quiere? Nuera mía, no le conocéis. Él tiene un mérito diferente al de esos dos bizarros caballeros (A sí mismo) y dejo a un lado la nobleza y la riqueza, pues no quiero que sean motivo de disensiones.(A Fernando) Él os quiere de verdad, y una gran prueba de su cariño es que, al contrario de los demás, os pide por mujer y aún no ha hablado del dote.
Eug. Ahora reconozco el mérito superior que tiene. Yo soy dueña de lo mío, y aquel respeto que hasta ahora he guardado al padre de mi difunto esposo ni vos lo merecéis, ni vuestra injusta codicia.
Amb. Señor escribano, la escritura que se iba a hacer ya no se hará, pero preparaos para lo que suceda. Puede que deba despojarme también de lo poco que me queda.
Eug. Me admiro mucho de vos.
Amb. Y yo de vos, mucho más.
Cab. ¡Silencio, señores! Dejadme hablar unas palabras. Veamos si logramos acomodarnos todo con satisfacción de ambas partes.
Amb. Ese pobre muchacho me da lástima.
Fern. Para mí no hay remedio: ha dicho que no me quiere.
Cond. Se pondrá un pleito a favor de doña Eugenia, y yo tomaré a mi carga sosteniéndolo.
Cab. No. Sin pleitos. Escuchadme. El pobre don Ambrosio, que ha ganado tanto, no debería arruinarse restituyendo el dote. Ella, como dama, no ha de quedar sin dote, ni como viuda, pero tampoco debería empeñarse en un pleito pesado y largo. Depongamos esto así: que ella se case con un hombre de bien que, en el día de hoy, no tenga necesidad del dote, y que el dote quede en poder de don Ambrosio mientras viva. Será de cargo de don Ambrosio la ganancia del dote a razón del cuatro por ciento, pero con la garantía de que el dote y sus ganancias pasarán a doña Eugenia y a sus herederos tras su muerte. Y para no confundir en cuestiones difíciles las haciendas y haberes de don Ambrosio, en una palabra, os digo que el mérito de esta empresa, por ahora, es que él goce de todo mientras viva. Después de su muerte, dado que no tiene hijos ni nietos, instituya a doña Eugenia como su heredera universal. ¿Estás contento?
Cab. ¿Y vos, doña Eugenia, qué decís?
Eug. Me remito al parecer de un caballero tan discreto como vos.
Cond. Y yo admití los mismos. La seguridad de conseguir algún día el dote aumentado para beneficio de los hijos es lo mismo que recibirlo ahora. Lo que propone el caballero no es tan extraño que no pudiera yo también imaginarlo.
Cab. Colón descubrió América, y después muchos dijeron que era fácil su descubrimiento. Con la comparación del huevo, dejó avergonzados a todos sus enemigos, el astuto Juanelo. Por tanto, os digo que el mérito de esta empresa, por ahora, es mío.
Amb. Compónganse ustedes como puedan, siempre y cuando me dejen mi ropa mientras viva.
Cond. Doña Eugenia, estáis en libertad de decidir.
Eug. Conde, hasta ahora ha sido indiferente, pero haría una injusticia al caballero si me valiera de sus consejos para felicitar a otro. Él solo ha encontrado el hilo para sacarme del laberinto. Suya ha de ser la conquista.
Cab. ¡Oh, sabia y muy prudente dama!
Cond. Sea así. Yo no me opondré a vuestra resolución, aunque, si yo fuera el afortunado, no permitiría la amistad del caballero. Así, casándoos con él, no me veréis jamás.
Cab. Yo no soy tan melancólico como vos. A la tertulia de mi esposa, todos los hombres honestos pueden concurrir. Os aseguro que confío plenamente en su virtud y tengo poco miedo de vuestro mérito.
Amb. Vamos, señor escribano, a redactar otra escritura, clara y muy bien expresada, de modo que en toda mi vida (A sí mismo.) que espero sea por muchos y muchísimos años (En voz alta.) no quede lugar a ninguna disputa. Nada más. Vos, señor don Fernando, idos a Mantua y proseguid con vuestros estudios. Señor Caballero, después de la firma de la escritura, daréis la mano a mi nuera. Y vos, señor Conde, si habéis perdido tanta fortuna, quejaos solo a vos mismo, pues sois un jugador empedernido.
FIN

Comentarios
Publicar un comentario